“Paseaba, corría de la mano de mi hermana prima. Comprábamos regalos en medio de un desierto de arena y cada tanto un río, lago, un pedazo de agua entre juncos nos encontraba. No podía quedarme a entenderlo: había que llegar a la librería, a la casa de ropa, a la juguetería, a comercios intermitentes entre sal y árboles. Cruzábamos una isla de lado a lado en busca de presentes navideños. Nuestra hermana prima menor se nos acercaba, cada tanto, y seguíamos un tramo las tres juntas. Hasta que se nos soltaban las manos.
Una vez desaparecida la menor en alguna choza de lucecitas blancas que quedaría doblando un sedero, la del medio se juntó con gente que jamás había visto yo antes, y yo corrí y corrí y corrí hasta llegar a la puerta de mi actual facultad.
Entré desesperada, buscando algún rostro conocido, algún que otro pasado. Pero era todo silencio, y un par de personas ajenas, pequeñas, grandes, diminutas. Subí hasta el cinebar, y todo había cambiado: la disposición de las mesas ocupaba un antiguo techo inhabitable; todo se había extendido y multiplicado. Ya no era ese rojo calcitrante el que marcaba en mi córnea un dibujo al revés: había más colores. Y más aire. Pensé haberme equivocado y seguí subiendo: eran solo oficinas. ¿Dónde estaba el verdadero cinebar? Allí arriba muchas damas organizaban ridiculeces de papeles que alguien escribía. Yo permanecí invisible. Perdida.
Bajé una vez más hasta planta baja, y allí encontré mi colectivo. Como si fuese costumbre yacía en el hall de la facultad, esperando que la gente subiera para partir. Muy extrañamente una vez arriba la imagen enloquecía: el colectivo subía las escaleras de la derecha, levantaba gente en el pasillo del primer piso, y bajaba por las de la izquierda. Yo solo recordaba tener que llegar rápido. Me dormí.
Llegue en algún momento al lugar indicado: vidrieras de un local vacío, adentro un ascensor que solo descendía. Allí abajo me estaban esperando. La casa subterránea tenía dos o tres cuartos nomás: en uno de ellos una cama gigante como de seis plazas albergaba a varias parejas y otros especimenes que parecían ser mis amigos y dormían placenteramente; en el otro estaba Sergio. Allí nos saludamos y me brindó información, que no recuerdo aún. Mis ojos se cerraban, la luz empezaba a entrar en el cuarto, y necesitaba un colchón urgente. Estaba muy nerviosa, me quedaban aún varios regalos de navidad por comprar. Sergio se extrañó de mi apuro, aún faltaban cuatro días para navidad y yo no lo había tenido en cuenta. No importaba ya, algo me estaba esperando, sabía que había algo muy importante que debía hacer. Otra vez el sueño me venció y caí en algún colchón semi desarmado.
En el living de la casa de Javier las paredes se estaban descascarando: iban a remodelar. No recuerdo bien qué había por detrás de tanta sábana acortinada, ni en lo que hoy es su cuarto.
Ester se precipitó a despertarnos a Sergio y a mí para informarme algo más sobre lo que tenía que hacer. El sótano ya estaba plagado de luz y mi deber no podía esperar. Me fui.
Más perdida aún regreso a la facultad por si acaso la visita del día anterior nunca hubiera sucedido. Vestida igual que hoy: remera verde, jeans azules, zapatillas All Star. Y ni siquiera había podido mirarme al espejo, pero sabía que todo en mí permanecía. Vuelvo de un arrebato al cinebar, y ahí estaba con su novedosa psicodelia. Subo a las oficinas cada vez más confundida. Un numero me cae de la cabeza a la boca, y el I-Ching, y lo terrible predestinado, y el hijo de otro. Le pregunto a una de las empleadas: -¿Dos mil siete, no?-.
Por un segundo eterno me mira fijo. Luego echa a reir a carcajadas.
-No, mi amor. Estamos en el dos mil doce-”
miércoles, octubre 24
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